En las muchas palabras no falta pecado; el que refrena sus labios es prudente.
Antes de que comenzara un culto especial, le dí un vistazo al programa con el orden del culto. Observé que se incurrió en un error involuntario al reseñar la investidura ministerial de quien tendría a cargo el sermón de la ocasión. Detecto estos errores con facilidad.
Sin pensar en el alcance de mi comentario, hice que la persona sentada a mi lado, quien está ligada al ministro en cuestión, reparase en ello. Cuán engorroso me resultó ver que esta persona se molestó. De hecho, fue a increpar a uno de los organizadores para que enmendase el error. Gracias a la ecuanimidad y la blanda respuesta de éste último, el incidente no pasó de ahí. Vi luego que la persona que se había airado le pidió excusas al organizador en varias ocasiones.
Esto me hizo reflexionar en cuán cuidadosos debemos ser como creyentes al hablar, al expresar nuestras ideas. Las Santas Escrituras nos exhortan reiteradamente a medir nuestras palabras, a discernir acerca de cuándo hablar y cuándo callar. Debemos procurar que nuestras palabras sean siempre con gracia, sazonadas para la edificación de quienes nos escuchan
lunes, 26 de enero de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario