HACE veinte años el árbol de pino frente a nuestra casa estaba tan pequeño que necesitaba un círculo de piedras alrededor para protegerlo de pisadas. Ahora provee sombra a nuestra casa. En una reciente tormenta invernal, las ramas inferiores barrían la tierra a causa del peso del hielo y la nieve.
Ese árbol, arrastrándose por el peso de la nieve, era la viva imagen de mi vida cristiana. Por años permití que el peso del abuso en mi niñez y la muerte de mi madre durante mi adolescencia, me privara de crecer en la fe. Le permití al enojo y al resentimiento crecer hasta convertirse en amargura. En lugar de levantar mi rostro en alabanza a Dios, dudaba de su bondad.
Cuando el sol finalmente derritió la nieve, nuestro árbol permaneció tan majestuoso como antes. A diferencia de un árbol, podemos escoger cómo vamos a responder a situaciones dolorosas. Podemos vivir bajo el peso de la amargura, o dejar que el amor de Dios derrita el hielo. La amargura nos puede robar el conocimiento de la presencia de Dios. El estar receptivos/as a Dios y confiar en su amor brinda fortaleza y gozo profundo.
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